Un
perro ladra. Estoy tan concentrada viendo la película que creo que es fuera de
mi casa. Bajo el volumen solo para darme cuenta de que está dentro de la película
y no puedo dejar de pensar que nuestra ciudad tiene su propia banda sonora de
perros y pájaros.
El
este es lo mismo que el sur dice una canción. Pienso que la letra pone a todo
el mundo en un lugar parecido. Dos realidades, tres o más, lo cierto es que
llego a la esquina donde se doblan las palabras, esas que cruzan el callejón
para mostrarnos la honradez, el abuso, lo incorrecto, la inocencia, la
traición. Todas viven en un mismo plano. No hay estatus en eso.
La
cadena alimenticia parece una galería de comportamiento, una descripción de
muchas biografías; los hay depredadores, carroñeros, herbívoros y productores.
Me gustan las palabras que consigo, es como un tapiz que puedo tejer a medida
que pasan los minutos.
Se
enreda la historia. Se enreda y se aclara, porque la enfermedad es la cura, y
el mal aparece cerquita del bien. No hay que tomar un autobús de doce horas
para encontrarse una con otra, incluso en la misma parada, una persona decente
puede actuar como Atila el Huno.
La
cámara se mueve por la historia como una pareja que baila a la perfección una
pieza de Piazzolla. Sube, baja, se desenvuelve y vuela por los aires con un
lenguaje propio, una conversación más del diálogo de los actores.
Desde
una pantalla de un televisor, escucho una entrevista donde habla el venezolano
“chévere”, ese que dice que somos la misma gente pero que en el fondo piensa
que uno es mejor que otro. Escucho con atención pero con las piernas recogidas
en el mueble y la cara de medio lado para no ver lo que ya sé: tengo para mí
que chévere no significa nada.
Quiero
que no se acabe, y quiero que termine a la vez. Quiero saber donde me lleva la
historia, qué va a pasar con las miserias de los personajes.
Quiero que no llegue a los diarios de las páginas rojas. Quiero la oportunidad de
un final feliz por mis propios miedos.
¿Qué
cosa será la felicidad? preguntó una vez Platón luego de haber bebido más que
todo el mundo, haber comido más que todo el mundo y haber bailado más que todo
el mundo en una fiesta a la cual fue invitado. A las cinco de la mañana se fue
a la fuente, se bañó, se sacudió el trasnocho, y se fue al ágora a pensar qué
cosa era la felicidad porque él nunca había visto eso.
Viene
el final. Me preparó. Miro los pedazos que quedan en el piso. Nadie los recoge,
solo uno -como espectador- los junta. ¿Se pudo evitar? ¿Faltará más? Termina. Y
uno queda como en medio de una calle larga con las manos al aire preguntándose
cómo se llama este lugar. Termina, y es ahí cuando comienza la verdadera
respuesta. Y es allí, en esa pantalla, en esa historia, donde me encuentro de
frente con una frase que encierra nuestra tragedia como país.
"El desamor, la apatía, la mentira, la incomunicación, la violencia y la corrupción son las bases fundamentales de una sociedad enferma. Para que un pueblo sea verdaderamente grande, debe ocuparse de hacerlas desaparecer lo antes posible... del corazón y la mente de cada uno"
¡Gracias,
Hernán! Tu película fue un regalo de principio a fin.
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