martes, 26 de mayo de 2015

Mi primera vez en mototaxi.

Iglesia en San Martin, Palo grande. !Mi primera foto en mototaxi!



Mi hermano se va a graduar. La emoción es como si yo misma alcanzara esa meta. Me llama el jueves pasado desde su ciudad, que no es tan cercana a la mía.
-Hermana, ya casi me gradúo.
-¡Qué emoción! –le digo yo- ¡Parece que fue ayer cuando comenzaste la carrera!
-¡Sí! Necesito un favor: debo buscar las notas certificadas en los liceos donde estudié allá, que las tengo, pero necesito que estén en el formato nuevo.
-¡No hay problema! Voy a ir a la zona educativa, que es el organismo que centra esa información. Si no te importa, prefiero ir el lunes, ya que mañana es viernes y no quiero perder el viaje.
Así lo hice. El lunes me fui tempranito a la zona educativa que está en el centro de la ciudad. 

Luego de hacer una cola. Paciencia. Una mirada de “qué quiere usted”. Paciencia. Y un “eso no es aquí”. Paciencia. “Tiene que ir a los liceos originales”. Decido que voy de una vez. ¿Pero en mi carro? Ya no conozco esa zona. Es peligrosa. ¿Qué hago? ¿Será que me atrevo? Pregunto a la recepcionista que me diga si hay mototaxistas en la zona. “Esos de aquí de la esquina, son muy confiables”. ¡Vámonos! 
Me acerco a la línea de mototaxistas, y les digo que requiero de un servicio de moto con alguien que no corra, que no me meta sustos manejando entre carros, que no se coma las luces del semáforo, que no me haga sentir una loca montada en una moto, que necesito que me lleve a dos liceos donde debo sacar unos papeles con urgencia.
¡Yo mismo soy! Me dice un muchacho que esboza una gran sonrisa por mi petición. Nos ponemos de acuerdo en el monto a pagar por las dos diligencias, y de inmediato me dice: Póngase el casco, y yo pienso en Alicia, la reina del mototaxi, quien con tanta experiencia me dijo que no me sintiera mal por eso, que con un pañuelo, o bandana, queda resuelto eso del prurito de ponerse un casco de los mototaxistas. Pero no tengo pañuelo, bandana, ni nada que me sirva para usar antes del casco, excepto, que me digo a mí misma: “concéntrate en lo que necesitas hacer, ¡dale que tú puedes!”
Entre el susto y la emoción, me monto. Se me descubre Caracas como al alcance de la mano. Yo, que casi nunca camino por sus calles, ir montada en una moto, es como andar al aire libre, literalmente. 
Gensel, se llama el mototaxista. Como no le entiendo, me dice: “como Hansel y Gretel” y yo, ¿qué? Ah bueno. Está clarito. En dos ruedas empiezo a ver esa parte de la ciudad, cual turista, y a cada espacio que descubro, le digo, “pasa despacio para poder hacer una foto”. Gensel, con su buen humor, me dice: “Y eso que no me contrató para hacer turismo” “Ve que no es tan malo ir en mototaxi”.
Es verdad, no es tan malo. Hasta que nos toca un semáforo, y él se para en el rayado peatonal. Le digo, “Gensel, usted me va a perdonar, pero mi mente y mi cuerpo no aguantan estar parados en el rayado, échese para atrás, por favor, que la pena me está matando” Él no podía creerlo. Lo hizo por complacerme, porque su lema es: “Aquí, manda el cliente”. Se echó para atrás y los demás nos veían como si fuésemos marcianos. Me explicó que si lo hace así, más de un motorizado le va a sacar a su mamá, con el consabido gesto de desprecio por hacerlo bien. Y yo pienso, ¡qué mundo al revés!
Entre hacer turismo, y hablar de cumplir las leyes y un mejor país, se nos fueron las horas, aunque de política me dijo: “no hablemos de eso, que es una pérdida de tiempo”.
Fuimos a un liceo, al otro, a la Opsu, al banco, a comprar las estampillas en la Plaza Miranda, y finalmente, luego de tantas vueltas, regresamos a la parada.
Me bajé, con un poco de tembladera en las piernas. Al lado de la parada, está una panadería, le invité un café a mi mototaxista, y le agradecí, que mi primera vez en mototaxi, me lo gocé por completo. 

miércoles, 20 de mayo de 2015

Diario de una viajera: Cartagena.

"Donde Fidel" Cartagena-Colombia. Copyright©maiskell2010


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Por: Maiskell Sánchez
Día uno:
La mujer con el traje de colores de la bandera de Colombia, me recibe con una sonrisa de impecables dientes blancos y una pose que debe estar en fotos de viajeros alrededor del mundo. Su nombre es Lorenza, una mujer vestida de palenquera -se llaman así, por ser de una zona cercana llamada Palenque- y quien pasea con su cesta en la cabeza, por los alrededores de la plaza Simón Bolívar de Cartagena de Indias, Colombia, ciudad testigo de tantas historias de nuestras raíces latinas.
En sus calles hay una arquitectura amable y colorida, herencia de la época colonial española, desde su fundación en el siglo XVI.  
En la plaza, un grupo de danzas folclóricas hace un baile llamado Mapalé, con marcada tendencia africana. El baile es entre hombres y mujeres que hacen dos filas paralelas, bailan una enfrente de la otra, y se mueven hacia delante y hacia atrás, a un ritmo que va en ascenso en el retumbar de los tambores. Sus encendidos trajes llenos de lentejuelas, brillo y maquillaje, no desentonan un lunes a las doce del mediodía cuando lo que uno quiere hacer, son fotos de una ciudad, un país y una forma de vivir.
Día dos: La luz de una ciudad
Mi punto de partida, es un suculento desayuno en el restaurante El Claustro del Hotel Santa Clara, construido en 1621 y que albergaba en sus espacios el Convento de las Bóvedas de Santa Clara. De ahí, salgo a recorrer la ciudad amurallada.
Museo del oro, Palacio de la Inquisición, Museo de Arte Moderno, Casa Museo Rafael Núñez, entre muchas obras arquitectónicas e históricas que hay que ver, como la iglesia y el convento de San Pedro Claver -construida en el siglo XVII por los Jesuitas- y donde se encuentran los restos de San Pedro Claver, uno de los defensores de la causa de la población negra.
La Ciudad Amurallada envuelve el pasado y el presente de una forma magistral. No en balde, en 1984, la Unesco, la declara Patrimonio de la Humanidad.
Cartagena es sol caliente, cielo azul y brisa permanente que llega desde el Mar Caribe.
Día tres: Fuera de los muros de la ciudad.
Duban Vargas me lleva en su taxi a Boca Grande, que es el eje de la actividad comercial de Cartagena. Lo que más llama mi atención es la vista de la bahía de Cartagena que se aprecia desde esta zona. ¡Es grandiosa!
De allí, nos fuimos a un lugar llamado al Pie de la Popa, barrio con mucha historia, lleno de casas coloniales construidas a principios del siglo XX, y habitadas por la aristocracia de la época. Sus calles son llamadas “callejones” con el apellido de algunas de las familias más representativas que vivieron allí; Callejón Méndez, callejón Franco, callejón Trucco, entre otros.
Día cuatro: Un paseo de sabores y letras.
En Cartagena se puede comer gastronomía italiana, mexicana, china y de otras geografías, como en cualquier ciudad que tenga el foco turístico que Cartagena tiene, pero es una parada obligada ir a comer “fritangas”; la arepa rellena de huevo, papa rellena de carne o revoltillo de pescado, el buñuelo de frijol, la carimañola, así como la tradicional arepa y el sancocho. ¡Yo me decanto por lo segundo!
En la tarde de este día, Iván, el librero de La Nacional, me abrió las puertas de par en par de la librería y me hizo sentir como en casa; desde el empeño por conseguirme los libros que fui a buscar, hasta brindarme un café, mientras hojeaba las recomendaciones que me daba: Darío Jaramillo Agudelo, Alberto Salcedo Ramos, Álvaro Mutis, Jaime Jaramillo Uribe, entre otros, que cuentan la historia de Colombia con sus luchas, guerras y conquistas.
Día cuatro en la noche: ¡La rebelión!
Nos sentamos en el muro de la ciudad para ver caer el atardecer. ¡El de hoy es un espectáculo!
Ya de noche, un amigo propone que vayamos “Donde Fidel” para que cerremos con broche de oro nuestro viaje. ¿Y ese quién es? –pregunto. Es un lugar, no una persona. –me contesta.
De “Donde Fidel” sale una música contagiosa y se oye la voz de Joe Arroyo -cantante cartagenero- en esa canción llamada “La Rebelión” donde el coro dice: “…no le pegue a la negra…” Una canción que habla de la lucha contra el maltrato a los esclavos y con un ritmo que nadie queda indiferente, así nunca haya bailado salsa en su vida.
Mi maleta de regreso tiene libros, discos, fotos, la réplica de Botero de la Plaza Santo Domingo, un sello nuevo en mi pasaporte, así como nuevas palabras; Parchita es Maracuyá, un jean es un overol, y un “oye, cómo estás” es nuestro “hola”.
La riqueza de un viaje es que siempre se aprende, porque viajar, es vivir dos veces.
@maiskell