jueves, 22 de septiembre de 2011

¡No fueron los temblores lo que más me impactó en San Salvador!

El proyecto es una belleza. Estoy emocionada porque me toca viajar para Costa Rica, Guatemala y El Salvador
Mi primera reunión para el proyecto ya la había realizado en Caracas. La segunda reunión es en Costa Rica con el grupo de Coca Cola, liderado por un señor encantador llamado P.K. de la India. Trabajo muchísimo los dos primeros días, para tener libre el tercero, porque tengo unas ganas inmensas de conocer el Volcán de Poás que tiene un cráter como de dos kilómetros de diámetro y es de un color turquesa ¡increible!

Subo por unas escaleras infinitas, bordeadas por unas plantas con hojas que miden metro y medio o más,  me acompañan mariposas amarillas durante todo el trayecto. Ignoro si las mariposas están ahí por épocas o porque tengo la compañía de Mauricio Babilonia conmigo ese día. Es un día especial donde veo cosas por primera vez en la vida y sé que no lo voy a olvidar jamás.

De allí, vuelo a Guatemala. Me quedo un día y no me da chance de conocer casi nada de la ciudad, excepto que en el restaurant del Hotel Camino Real, había una enorme Marimba, un instrumento que puede parecerse a un xilófono, y digo puede, porque es diferente. Es de madera y está conformado por una especie de taparas alargadas que van de mayor a menor. Quedo fascinada con su diseño. No conozco mucho más, será hasta que regrese en otra oportunidad.

Al día siguiente, vuelo hacia El Salvador. Ya en Costa Rica y Guatemala me habían hablado de que iba a conocer el Valle de las Hamacas. Le dicen así porque hay muchos temblores. De hecho, lo puedo comprobar en una de las tantas reuniones a las cuales asisto. Tiembla más de una vez y yo en estado de alarma absoluta, con ganas de salir corriendo del edificio, y todo el mundo en la reunión me dice: tranquila, eso es normal. Normal para ustedes, esa tembladera ¡no va conmigo! pero nadie se mueve de su asiento y tuve que seguir la reunión con el vaiven que me quedó en el cuerpo.

Sabía de la historia de Monseñor Oscar Arnulfo Romero, quien fue asesinado en San Salvador dando su misa y fue la inspiración para la canción "El padre Antonio y su monaguillo Andrés" de Ruben Blades. Quiero ir a la capilla del hospital donde lo mataron, no a la catedral donde reposan sus restos. No puedo ir a ninguno de los dos lugares por falta de tiempo.
Tengo mucha expectativa en conocer la ciudad que apenas un año antes había finalizado una larga e inclemente guerra civil. Los cuentos sobre la guerra son de espanto. Ya tendría ocasión de preguntarle a los amigos que me recibirían en ese hermoso y verde país.

Con tantas cosas por querer conocer, nadie me preparó para la experiencia que vivo al llegar.
El aeropuerto queda como a unos veinte-treinta minutos de la ciudad. Me monto en el transporte que me mandan de la compañía, meto mi maleta y comenzamos el viaje por una carretera nacional, cuando de pronto veo un kiosco que dice Pupucerías. Me impresiona el nombre. Me da curiosidad saber para qué sirve ese kiosco, pero no digo nada. A cien metros del primero, vuelvo a ver otro kiosco que dice lo mismo. Son como de zinc y estan cerrados, por lo cual no pude saber de inmediato de qué se trataban estos kioscos que cada vez se hacían más presentes.

Con el miedo de saber la respuesta, y con cuidado de no ofender, decido preguntarle al chofer del carro qué es eso de pupucerías. El señor se ríe y me ilustra: "Esos son puestos donde venden Pupusas, pero a esta hora ya están cerrados. Son una especie de arepas y se les pone por encima queso, frijoles, carne... son muy sabrosas".

Al llegar donde mis amigos, les pido que me lleven corriendo a comer pupusas porque eso lo tengo que ver con mis ojos, ¡ya! puesto que la imaginación y lo que sugiere el nombre no es como para abrir el apetito.
Las risas y el cuento entre mis amigos permanece: La venezolana que se imaginó lo peor con la palabra pupucerías.

martes, 20 de septiembre de 2011

Credo Personal


Creo en la risa como antídoto para el mal de ojo. 
Creo en la palabra verdad y en aprender que todo aquello que llamamos verdad, no necesariamente es así para los demás. 
Creo en quedarme callada, puesto que abrir la boca da muchos problemas. 
Creo en la locura de mi familia, me hace saber que el mundo está normal. 
Creo en la amistad presente en los buenos y en los malos tiempos. 
Creo en leer para entender que no todo es verdadero. 
Creo en viajar como la mejor forma de estudio de la vida. 
Creo en el agua, como el líquido que favorece las mejores relaciones entre las personas.
Creo en la historia detrás de una fotografía. 
Creo que hay un poco de gente mintiendo por el mundo y a mi me han tocado unos cuantos.
Creo que “basado en la vida real” es una redundancia. 
Creo en el trabajo como el mejor invento contra la desesperanza. 
Creo en tener a salvo la cuenta de ahorros. 
Creo en una buena historia. 
Creo que no puedo serle fiel a la frase “una imagen vale más que mil palabras” porque una palabra puede tener milones de imágenes. 
Creo en todas las cosas que dije y cuando no las creo, las invento.

domingo, 11 de septiembre de 2011

11 de Septiembre de 2001: Una bandera.

 
Los Ángeles, California. 6 y algo a.m.
- Maiskell, levántate, han atacado las torres del World Trade Center en New York.
- ¿Quién habla? ¿De qué habla?
- Es D. Un avión se estrelló en las torres gemelas. Aquí son casi las nueve de la mañana. Estén tranquilas, pero mosca. Estoy pendiente de ustedes. Avísale a C.
No entiendo nada. Agarro el control que está sobre la mesa, prendo la televisión y aparecen las primeras imágenes de la punta de la torre que está en llamas.
Por loco que parezca, la imagen que tengo en mi memoria, es que en un mismo cuadro se veía gente corriendo, ambulancias, la torre en llamas, acompañado de ruidos de sirenas, gritos, el locutor de voz nasal que intenta explicar que un avión de American Airlines se acaba de estrellar contra la Torre Norte del WTC. La confusión está en mi mente y en la pantalla del televisor. 
Un accidente. Falta de combustible. Poco tiempo para aterrizar. Nadie sabe nada. 


Salto del mueble a tocarle la puerta a C. La despierto y le cuanto. Nos quedamos viendo la tele. Pocos minutos pasan cuando un segundo avión se estrella en la otra torre y lo vemos directo en las pantallas del televisor. ¿Será de verdad? ¿Eso está pasando en este momento? ¡No podía creerlo! 
D llama de nuevo desde Venezuela y nos informa del atentado terrorista. No salgan. Quédense tranquilas en casa.
Se caen las torres. Estados Unidos está en alerta total. Hablo con mi familia. Están preocupados. Les digo que no se preocupen que estoy lejos del suceso. Es verdad, pero miento. No estoy tranquila. Estoy dentro de su territorio y el alerta está en todo el país. Nadie puede salir. Nadie sabe si puede salir o entrar del país. El Terrorismo dejó de ser una palabra en ese instante.

No estoy tranquila. Estoy triste. Tristísima. Es como si algo me ha pasado a mi. Es que de hecho, me ha pasado a mi. Siento la tristeza de la ciudad. Veo las banderas. Las de color y las negras. El recordatorio que algo funesto ha pasado. Los periódicos publican la bandera a tamaño gigante para que los ciudadanos puedan usarla.
Estoy segura de que por esos días, muchos se arroparon con una cobija que tiene el dibujo de la bandera.
Algo se pierde. Incluso para una extranjera como yo, la palabra confianza estaba rota.
Un edificio en Manhattan Beach pone una bandera gigante. Por la acera, justo al frente, pasa un muchacho en bermudas y sin camisa, con unas banderitas que ondean desde sus patines rollerblade.

Ese pedazo de tela de trece rayas horizontales, rojas y blancas, y un cuadrito a la izquierda con cincuenta estrellas, no solo simboliza sus trece colonias que lograron independizarse del Reino Unido y las cincuenta estrellas del cuadro azul, sus estados; sino fue el símbolo de esperanza de toda una nación; el hombro, la compañía, el futuro y la fortaleza de un país que había sufrido su mayor ataque terrorista.

Seis días más tarde, un avión de American Airlines me trae de vuelta a Venezuela. 
¿Miedo? No. 
¿Incertidumbre? Toda.
Nadie puede llevarme al terminal. Mi amiga Róndine me deja en un punto de control. Un autobús lleva a los pasajeros desde uno de los puntos establecidos en las afueras del aeropuerto, hasta el terminal. Nadie más puede pasar. Solo pasajeros con boletos que salgan dos horas después.
Control de inmigración. No llevo nada que pueda ser un problema. Nada, excepto que mi cámara Mamiya tiene una cuchilla y la llevaba en el bolso de mano. Rezo. Espero que no me manden a desarmar la cámara. No saben de eso. Paso.
El avión estaba casi vacío. Una viejita se sienta a mi lado. Tenía miedo, un rosario y una pequeña bandera en la mano. Le digo que no se preocupe. Que mientras ella rece, Dios nos cuida.
Me dormí. Llegué a Dallas. Cambio de avión. Otro despegue. Nuevos rostros. Nadie cruza palabras. Tener rasgos árabes, es peor que tener la Peste. Nadie se habla. Nadie se mira. Todos miramos.

Llego a mi país. Veo las imágenes. Lloro por quienes murieron. Me estremezco por quienes quedaron.

Traigo en mi maleta, la bandera de los Estados Unidos en papel. Aquella que publicaron en los periódicos, aquella que con orgullo cada persona Americana o no, la pegó en su carro, en su puerta, en su ventana.

Queda el recuerdo. Es mucho lo que se perdió ese día. Es mucho.